Con el título de ‘El espinazo de la noche’ Carl Sagan nos
presenta la vía láctea (The Milky Way) la galaxia en la que
residimos los humanos. Los bosquimanos del Kalahari pensaron que la vía láctea
sujetaba el cielo, igual que nuestra espina dorsal lo hace con el cuerpo. Sin
esa sujeción, los cielos caerían sobre la Tierra.
Comienza el capítulo con un
paralelismo entre lo que a Sagan le parecía en su infancia Brooklyn, donde creció, y cualquier lugar que estuviera más allá de
la calle 85. En su barrio comenzó a preguntarse por las estrellas, igual que
hicieron las generaciones que le precedieron en las oscuras noches de tiempos
remotos.
Desde ese barrio de New York saltamos al lugar en el que se
supone que nació la ciencia, aproximadamente en el siglo V antes de Cristo, en
las islas del mar Egeo, en el
mediterráneo. Contrapone la aproximación de empiristas como Tales, Anaximandro, Demócrito o
Aristarco a los racionalistas
liderados por Pitágoras, el experimento a las matemáticas.
Los científicos jónicos pensaron que la
naturaleza sigue unas reglas que deben obedecer (es, por tanto, un Cosmos, no
un Caos). Los humanos podíamos y debíamos descubrir esas reglas, sin necesidad
de recurrir a los dioses. Explorar está en nuestra naturaleza.
En su intento de explicar por qué
nace precisamente aquí la ciencia, llega a la misma conclusión que el usado
para el caso de Holanda en el siglo XVII: una presunta
libertad de pensamiento sin fisuras. De hecho, una vez más salta a la
época del Renacimiento para convencernos de que el oscurantismo religioso
persiguió a los primeros científicos, hasta que pudo recuperarse la tradición
de los griegos amantes del escrutinio objetivo de la naturaleza.
Los principales culpables de los casi
dos siglos que mediaron entre los primeros balbuceos de la ciencia y su rescate
fueron seguidores de Pitágoras como Platón
o Aristóteles, según él. ¿Para qué observar el mundo en lugar de pensar sobre sus
propiedades básicas usando nuestras poderosas mentes racionales? A fin
de cuentas la realidad es impura, imperfecta, mientras que las ideas son
bellas, trascendentes. La realidad ensucia el mundo
racional.
Esa tesis platónicas fue progresivamente
adaptada a religiones como el cristianismo, corriente ideológica que, una vez
más según Sagan, hundió a Occidente en la oscuridad hasta el advenimiento de
Copérnico, Galileo o Leonardo.
Este divulgador cuenta la anécdota de
que, en los primeros borradores de su obra fundamental, Copérnico hacía mención
a Aristarco de Samos, reconociendo que el autor griego se las ingenió para
demostrar que la Tierra era redonda y giraba alrededor del Sol. En ediciones
posteriores el nombre del científico griego desapareció de sus páginas. Una práctica habitual entre los pensadores del norte, según
tengo entendido, incapaces de encajar que en el sur se piensa mucho y bien.
Es interesante la visita a la escuela
en la que Sagan comenzó su educación. Lleva consigo una serie de fotografías
tomadas por las Voyager y las
reparte entre los chavales. Recuerda el efecto positivo que tuvieron sobre él
algunos profesores para despertar su pasión por la ciencia. Aprovecha para
explicarles a los chicos qué es la vía láctea o cómo se buscan y descubren
nuevos planetas.
Les ayuda a visualizar el número
extraordinariamente grande de galaxias que pueblan el Cosmos, además de la vía láctea. Los alumnos abren ojos como
platos. Les habla de las estrellas, soles terriblemente distantes, e intenta
que tomen conciencia de que ellos están hechos del
mismo material que esa estrellas. Dudo que capten este abstracto símil,
pero parecen prestar una atención sostenida a prueba de bombas.
Quizá sea cierto que estamos
construidos con ese polvo estelar, pero el hecho de que hayamos averiguado ese
hecho y nos preguntemos sobre él, nos sitúa en un
lugar especial en el Universo. Ello a pesar de residir en los suburbios
de la vía láctea, en un sistema poco interesante, cósmicamente hablando,
gobernado por nuestro sol.
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