En ‘la
persistencia de la memoria’ recorremos el camino desde los genes hasta los libros pasando por el cerebro.
Los genes almacenan información vital para la construcción y funcionamiento de
los organismos. Gobiernan acciones como la digestión, la respiración o el
movimiento. Recogen al detalle las recetas para cocinar un cuerpo, y, también, cuando
procede, una mente. Constituyen la base de lo que somos. Son varios los
volúmenes de información que se pueden encontrar en el ADN de un individuo, siendo
una pieza clave de su identidad.
Pero el genoma se queda corto al
interactuar con un entorno que cambia demasiado rápido. Y es ahí donde entra en
escena el cerebro. Este órgano se ‘inventó’ durante la evolución para manejar
información con una mayor flexibilidad, para superar la presunta rigidez de las
órdenes genéticas. La cantidad de información que puede almacenar y manipular
un cerebro es muy superior a la que, en principio, resulta posible en el ADN.
Sin embargo, en un proceso que parece
no tener fin, nuestro cerebro también resulta insuficiente.
Requerimos mucha más información de la que ese pequeño órgano es capaz de
almacenar. Así que inventamos medios para amontonar fuera de nosotros la
ingente cantidad de conocimiento que somos capaces de producir.
Nuestros cerebros idearon y usaron signos
para transmitir conocimiento a través de las generaciones. Primero se emplearon
tablas de arcilla o piedras, luego papiros, papel o discos hasta llegar a los chips de silicio.
Generamos y conservamos extraordinarias cantidades de información y de
conocimiento. Para su uso ahora, pero también quién sabe para qué otros tiempos
venideros.
Gracias a ese sistema de comunicación simbólica, los cerebros de nuestros ancestros pueden comunicarse directamente con nuestros propios cerebros ahora. Entre los sapiens que poblamos el planeta Tierra se produce una comunicación que supera distancias de miles de kilómetros en tiempo real gracias al desarrollo de la tecnología apropiada impulsada por nuestro cerebro, y, en último término, por esos genes que son el origen de lo que somos.
Más aún, los humanos hemos enviado al
vasto espacio cósmico una representación de lo que somos y de lo que podemos hacer
(y no solamente de nosotros, sino de animales como las ballenas y de sus
enigmáticos cantos que pueden recorrer miles de kilómetros a través del inmenso
océano) sirviéndonos de las naves Voyager.
Las mismas que enviamos, a finales de los años setenta del siglo pasado (1977) a
explorar los grandes planetas del sistema solar (Júpiter y Saturno). Colocamos
en sus tripas dos discos con sonidos e imágenes de nuestra civilización para
manifestarnos como unos seres inteligentes que habitan en las afueras de la Vía Láctea.
Transcurridos 35 años, las Voyager
están ahora, en 2012, a punto de abandonar el sistema solar. Cruzada la
heliopausa, la frontera entre el sistema solar y el espacio interestelar, las
naves dispondrán de energía hasta 2025. Luego dejarán de comunicarse con la
Tierra y alcanzarán otro sistema solar dentro de 40 mil años. Estarán inertes,
pero seguirán portando en su interior piezas clave sobre la humanidad, nuestro
mensaje en la botella lanzada al océano cósmico.
Si no estuviéramos solos en el
Universo, como Sagan espera y desea, los seres de esos otros mundos sabrían de
nuestra existencia y podrían conocer dónde habitamos, cómo somos, de qué
estamos hechos y qué somos capaces de hacer. Tendrían las pistas necesarias y suficientes
para hacerse una idea sobre el homo
sapiens, el constructor de esos solitarios viajeros cósmicos.
Si esos ciudadanos galácticos estuviesen
más adelantados que nosotros podríamos aprender mucho de ellos. Pero
seguramente ellos también tendrían curiosidad por nosotros. Confirmaríamos que habitamos
el mismo Cosmos y, por tanto, compartimos padre. Quisiéramos
o no, seríamos parientes, habríamos encontrado a nuestros hermanos.
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