Es un mensaje reiterado de Charles Murray que parece tener su
origen formal en esta obra publicada hace casi 25 años (1988): devuélvanle a los ciudadanos las responsabilidades que NO
deberían haber sido asumidas por el estado. Sustraérselas supone
impedirles usar los medios para que puedan alcanzar una felicidad plena.
Comienza recordando su experiencia de
voluntariado en Tailandia 20 años
atrás. Pudo observar que las cosas que los voluntarios consideraban importantes
para mejorar el desarrollo de las aldeas, raramente coincidían con las acciones
que para los aldeanos eran especialmente relevantes. Terminó por darles la
razón, pero, además, alcanzó una epifanía: lo que es válido para esos aldeanos
de Asia también lo es para los ciudadanos estadounidenses. Las cosas que a
ellos les hacen felices son las mismas que pueden promover la felicidad de los
norteamericanos, aunque pueda no parecerlo a primera vista. Y, además, recuerda
que “el
propósito de cualquier gobierno es facilitar a sus ciudadanos la persecución de
la felicidad”.
Ese proceso de facilitación supone
varias condiciones, “un marco de referencia dentro del que la gente –toda la
gente, independientemente de su temperamento y de su talento—puede buscar la
felicidad”.
Esas condiciones son los recursos
materiales, la seguridad, el respeto por uno mismo y el disfrute.
Murray argumenta que no es preciso
disponer de muchos recursos materiales para ser feliz, que un sistema
legislativo demasiado complejo equivale a carecer de verdaderas leyes que
protejan realmente a los ciudadanos, que el respeto por uno mismo debe ganarse
a través de las propias acciones aceptando las responsabilidades usuales cuando
se forma parte de una comunidad humana (debe existir un equilibrio entre lo que
se da y lo que se toma), que la sociedad debe aceptar que la gente es
responsable de sus actos, y que el disfrute debe coordinarse con los retos
(habilidades bajas deben asociarse a retos leves, mientras que habilidades
altas deben vincularse a retos elevados).
Murray está enamorado de los padres
fundadores de la patria norteamericana aunque “no fueron igualitaristas, ni siquiera buenos
demócratas. (aceptaban que) los hombres no son iguales y estas desigualdades
deben influir en cómo se estructura el gobierno (pero) las desigualdades que
les interesaron se debían a las virtudes, los logros y el juicio, no a las
condiciones materiales (…) la nobleza del experimento Americano reside en su
convencimiento de que cualquier ciudadano puede
aspirar a la felicidad”.
Los representantes públicos
propenden, de modo natural, a crear facciones, y éstas destruyen la libertad
del ciudadano. Por eso, para los padres fundadores, la clave del éxito se
encuentra en descentralizar: “las soluciones centralizadas restringen, mediante leyes, las
diferencias individuales usando como medida de su éxito el nivel de acatamiento
de esas leyes (…) así resulta imposible liberar a los humanos para materializar
su potencial. Así no se alimenta el alma humana”.
Una de las partes más interesantes de
esta obra se encuentra cuando el autor se pregunta cuáles son los verdaderos
indicadores que deberían usarse para valorar el grado en el que se logran las
condiciones que facilitan la persecución de la felicidad. A menudo se usan
indicadores inapropiados, olvidándose de preguntarse sobre si lo que miden es
lo que realmente se desea valorar. Esa ceguera conduce a acciones que yerran el
blanco.
Usa algunos ejemplos fascinantes,
como la reducción de los límites de velocidad en las carreteras o el acoso a
los fumadores. Escribe que “se puede pensar fácilmente en medidas para salvar vidas,
pero que también son totalitarias”. El único modo de salir de esa
trampa es aceptar que la medida adecuada es el
individuo, no los grupos. Los programas sociales deben orientarse al
primero, no a lo segundos.
Uno de los programas sociales que
Murray exprime en su discusión es el de la educación. Repasa los sucesivos
fracasos de las reformas educativas, incluyendo el aumento de los salarios de
los profesores. Argumenta que las cosas irían mucho
mejor si se les diese a los padres mayor capacidad de decisión. Y los
profesores harían un mejor trabajo si se les diese una mayor autonomía. Debería usarse con mayor frecuencia la tendencia natural de
los individuos a hacer lo debido, lo correcto. Cuando hay que rendirle
cuentas a un ente abstracto (el Estado) lo natural se deforma. La ingeniería social está abocada al fracaso. Enseñar
como se debe exige improvisar para adaptarse a la extraordinaria variabilidad
del aula. Confiar en la gente es fundamental.
El Estado debe facilitar que los
individuos puedan asociarse en pelotones (platoons)
relacionados con el trabajo, la familia y la comunidad. Es en esos pelotones en
los que pueden promoverse verdaderamente las condiciones que facilitan la
persecución de la felicidad. Esa felicidad es
imposible si se le sustrae al ciudadano las responsabilidades que legítimamente
le competen. Un ejemplo interesante, comentado por el autor, es la
tendencia a donar voluntariamente dinero para obras de beneficencia en los
Estados Unidos desde los años 40. Cuando el Estado fue asumiendo esa función se
redujeron muy sustancialmente las donaciones privadas, perdiéndose,
globalmente, más de 20 billones de dólares para realizar las mismas acciones
caritativas.
Murray tiene claro que
“el ciudadano privilegiado no es quien tiene más dinero sino
quien posee dones como la capacidad natural, la curiosidad y los intereses
materializados a través de la educación -así como el dinero suficiente para
ponerlo en práctica
(…)
un sistema basado en el supuesto de que las únicas vidas exitosas son las
visiblemente brillantes condena a la desgracia a la mayor parte de la población
(por
tanto) debemos responder a la pregunta de cómo lograr una sociedad en la que
todo el mundo, sin importar cuáles sean sus dones, pueda llegar a los 70 años
de edad, mirar hacia atrás, y concluir que ha tenido una vida feliz, repleta de
satisfacciones profundas y justificadas”.
Admite que su perspectiva es elitista
porque algunos ciudadanos tienen más opciones, pero no mejores, para alcanzar la felicidad. El Estado debe
afanarse en facilitar que la gente pueda estructurar su vida según sus propios
criterios: “los
billones de micro-transacciones que exigen los detallados programas de
ingeniería social superan la comprensión y el control de sus creadores; además,
el impacto agregado del programa, especialmente a largo plazo, no solamente
supera su control sino la posibilidad real de predecir sus efectos”.
En resumen, esta interesante obra
supone la concreción de lo que el autor considera que un Estado debería hacer
para alcanzar su razón de ser, es decir, que los ciudadanos puedan perseguir la
felicidad. Un buen gobierno debe limitarse a sí mismo para darle más margen de acción al ciudadano. La única
estrategia eficiente para lograrlo supone descentralizar. Muchos de los
programas de acción social acaparados por el gobierno, deberían volver a las
manos del ciudadano, porque son precisamente esos programas los que facilitan
que puedan llegar a la meta deseada: ser
verdaderamente felices.
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