El capítulo doce (Enciclopedia galáctica) podría
resumirse en la frase: "las declaraciones extraordinarias requieren pruebas
indiscutibles".
Se comienza con la dramatización de un caso
de 'encuentro en la tercera fase'
sucedido en los años 50. Sagan
reconoce que le encantaría que los extraterrestres se encontrasen entre
nosotros, pero se ve obligado a admitir que no existe
ni una sola prueba contundente.
Desde esa conclusión se nos traslada al siglo
XVIII para narrar la aventura de J F
Champollion en su intento de descifrar la escritura jeroglífica de los
egipcios, sirviéndose de la famosa piedra
Rosetta. Fue un niño precoz que se interesó por los objetos traídos por el
ejercito de Napoleón desde Egipto,
incluyendo fragmentos de roca repletos de jeroglíficos. Le preguntó a su
mentor, J Fourier, qué significado
tenían, no obtuvo respuesta y se obsesionó con la idea de comprenderlo.
Había mucho charlatán y demasiada
especulación en esa época sobre la escritura de los faraones, lo que apagaba el
interés de los verdaderos científicos, pero no fue ese el caso del joven Jean François. Sagan denuncia que en
nuestra época puede estar sucediendo algo similar: hay demasiado oportunismo y
excesiva especulación sin base sobre la vida extraterrestre, y quizá sea
preciso un Champollion que pueda descifrar el 'lenguaje estelar'.
Cuando, ya en su vida adulta, el lingüista
francés visitó Egipto quedó impresionado por los logros arquitectónicos alcanzados
durante los 3.000 años de Faraones. La cultura europea de su época le resultó
minúscula en comparación con Dendera
o Karnak. Le parecieron residencias
para gigantes, para, quizá, seres de otros planetas.
¿Podrían esos otros planetas contener vida
inteligente? Denuncia Sagan que nuestros
intentos por averiguarlo son ínfimos, a pesar de disponer de radiotelescopios
que, según él, deberían dedicar parte de su tiempo a ese menester, como el de Arecibo, en Puerto Rico. La emisión de una simple
secuencia de números primos demostraría que en la Tierra existe vida
inteligente y podría llegar a despertar la curiosidad de otros seres.
Pero, bien pensado, ¿por qué íbamos a
resultarle interesantes a ET? Y aunque así fuese, una civilización del centro
de la vía láctea tardaría cientos de años en llegar hasta nosotros viajando a
la velocidad de la luz. ¿Por qué iba a compensarles semejante empresa? Aunque
quizá ya estén entre nosotros. Quién sabe. Seguimos
careciendo de pruebas indiscutibles sobre una afirmación extraordinaria como
esa.
Usando una simple ecuación basada en el
número de estrellas de la vía láctea, las estrellas con sistemas planetarios,
el número de planetas ecológicamente válidos para la vida, los planetas en los
que nace la vida, los planetas con vida inteligente, los planetas donde se desarrolla
tecnología y, finalmente, los que han producido armas de destrucción masiva,
resulta que en el conjunto de la vía láctea podría haber,
a lo sumo, diez planetas entre centenares de miles de millones de estrellas.
Pero, para alegría del presentador, la cifra ascendería a millones de planetas
simplemente omitiendo la ultima parte de la ecuación.
El capítulo se cierra con la consulta ficticia
de una enciclopedia en la que se recogen las características de los planetas de
nuestra galaxia. Es una bonita especulación, pero seguimos sin la evidencia
precisa. La ciencia puede darle la espalda al intento de encontrar signos de
vida inteligente extraterrestre, pero de ser así Sagan nos insta a recordar la
historia de Champollion: solo su empeño y su empecinamiento logró que
pudiéramos comunicarnos con una cultura tan impresionante como desconocida de
nuestro propio planeta.
¿Estamos
dispuestos a perdernos, por negligencia y miopía intelectual, el que podría ser
el mayor descubrimiento de la humanidad?
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