viernes, 28 de febrero de 2014

El papel de la filosofía –por Félix García Moriyón

Andan mis colegas profesionales, el gremio de profesores que enseñan filosofía en diferentes niveles educativos, algo soliviantados con lo que ellos denominan el acoso a las humanidades. Consideran que una cierta conspiración, o tendencia cultural profunda, animada por el imperio del paradigma economicista en la interpretación y orientación de la vida política, está arrumbando las humanidades del currículo oficial bajo la general acusación de ser poco útiles en una enseñanza que debe dar prioridad absoluta a la acreditación profesional y al incremento del mágico I+D+i.

Han proliferado artículos en la prensa, así como iniciativas diversas para reivindicar que no pierdan presencia las humanidades en el currículo. Fruto de esos desvelos es, por ejemplo, la creación en España de la Red Española de Filosofía, de la que, en representación del Centro de Filosofía para Niños, soy socio fundador. Posiblemente sea Martha Nussbaum, reciente premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales, la figura más emblemática que ha salido en defensa de las humanidades con un libro cuyo título condensa bien lo que exponía en el primer párrafo: Sin fines de lucro. Por qué la democracia necesita de las humanidades.

Vaya por delante que apoyo sin reservas, al menos en principio, la reivindicación de fondo: la filosofía debe desempeñar un papel significativo en los diferentes niveles educativos, pues el tipo de aprendizaje que promueve resulta muy valioso para el desarrollo de dimensiones cognitivas y afectivas muy importantes para hacer frente a los diversos problemas que afrontamos los seres humanos. Es espacialmente valiosa para la vida democrática, como indica el título de Nussbaum, pero no solo para eso, sino también para lograr una comprensión más profunda de los conocimientos que se alcanzan en distintas áreas del saber humano.

Dicho esto, en el fondo esta defensa en general me produce cierto malestar intelectual por diversas razones. De entrada, nunca me ha gustado que vincularan la filosofía, como actividad reflexiva y como conjunto de conocimientos, a las humanidades. En primer lugar, el concepto de «humanidades» es demasiado confuso, pues en parte se identifica con la distinción tradicional que separaba «ciencias» y «letras» y en parte defiende una actitud general de carácter crítico sobre los saberes humanos, dando prioridad a lo que aportan para dar respuesta a la pregunta más general de todas las que nos hacemos con cierta frecuencia: «¿Qué sentido tiene todo esto, yo mismo y la realidad que me rodea?», o las otras dos preguntas fundamentales en nuestra vida: «¿Qué clase de persona quiero ser?» «¿En qué clase de mundo me gustaría vivir?»

Lo primero, desde luego, no se sostiene, no solo porque la distinción entre «ciencias» y «letras» es en exceso artificiosa y falaz, sino porque, si tuviera algún valor descriptivo del conjunto de los saberes, más bien deberíamos situar a la filosofía en el campo de las ciencias, o en un nivel previo a la división. No olvidemos que la filosofía primera ha recibido tradicionalmente el nombre de metafísica, es decir, un saber que va después de la física; dicho de otra manera, no es fácil hacer metafísica con rigor sin tener un nivel de conocimientos serio de lo que aporta la física, el paradigma de las «ciencias duras». Y como ya decía Platón, no era posible entrar en el ámbito de la filosofía sin tener previamente una formación en matemáticas. La nómina de filósofos que han sido buenos científicos es elevada.

Lo segundo, identificar las humanidades con el cultivo de una actitud crítica es un exceso verbal poco sostenible. En su expresión más fuerte, que establece una relación bicondicional («si y solo si»), no resiste un mínimo análisis riguroso, salvo que establezcamos una identidad de ambos conceptos (filosofar y pensar críticamente) como punto de partida. La actitud crítica está presente, y muy presente, en todos los campos del saber. La práctica de la ciencia en cualquiera de sus dominios, ha estado siempre regida por la actitud crítica, al menos como ideal regulador de su ejercicio, compatible con muchos ejemplos en los que se ha descuidado ostentosamente la actitud crítica. Ejemplos que podemos encontrar en todas las disciplinas, incluida la filosofía misma.

Pero mi malestar no se debe solo a esa confusión conceptual de entrada, aunque es bien importante. Hay algo más. Mis colegas afirman habitualmente algo más específico: esos beneficiosos efectos de la filosofía los proporciona la enseñanza de la filosofía, identificando así una actividad y una disciplina con la enseñanza de la misma. La identidad, sin embargo, está lejos de ser evidente. Cierto es que la filosofía ha estado presente prácticamente siempre en los sistemas educativos edificados en el mundo occidental desde el nacimiento de las universidades allá por el año 1000, pero no toda la enseñanza de la filosofía se ha caracterizado por potenciar el espíritu crítico.

Además, para demostrar su aserto, apelan a argumentaciones estrictamente filosóficas, cuando en realidad debieran acudir a procedimientos de verificación de las hipótesis propios de las ciencias sociales y de la educación. La afirmación de que la filosofía potencia el espíritu crítico de los estudiantes hay que demostrarla con investigaciones que se ajusten a las exigencias metodológicas propias de las ciencias sociales. No basta con especulaciones cargadas de retórica y ayunas de pruebas y evidencias.

Personalmente sí comparto la hipótesis de que la filosofía es muy importante para potenciar ese espíritu crítico y para abordar el problema general del sentido de la vida humana. Ahora bien, acompaño la hipótesis de dos cláusulas complementarias. Solo logra es objetivo una enseñanza de la filosofía que incorpore el pensamiento crítico de alto nivel a su práctica y sitúe las dimensiones cognitivas y afectivas que lo caracterizan como núcleo de su tarea. Se puede y se debe hacer y hay diversos enfoques que así lo hacen, por ejemplo el de filosofía para niños en el que yo estoy personalmente comprometido.

Por otra parte, se deben y de pueden diseñar proyectos de investigación educativa que demuestren la validez de la hipótesis de partida. Afortunadamente existen ya diversos trabajos en esa línea. Personalmente he dedicado una gran parte de mi actividad investigadora a demostrarlo y, en colaboración con Roberto Colom, estamos embarcados un ambicioso proyecto que pretende demostrar precisamente cuál es el impacto de la práctica de la filosofía, según el enfoque de filosofía para niños, en el desarrollo de los estudiantes. Por cierto, los resultados parciales muestran que efectivamente ejerce una influencia positiva.


No me gustan las batallas mal planteadas, lo que me hace estar algo distante de esas polémicas. Admito que hay parte de razón en las críticas de mis colegas, y aporto lo que sé hacer: difundir un enfoque riguroso de la enseñanza de la filosofía y hacer investigaciones que validen su aportación a la formación de los estudiantes. Lo demás, no deja de ser pura palabrería.

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