viernes, 5 de junio de 2015

De la visibilidad de los no vivos –por Jesús Mª Gallego

El fenómeno de transición que ha experimentado la presencia de los no vivos en el imaginario colectivo y en la tradición narrativa occidental alcanza una pacífica unanimidad en su consideración teórica: se trata de un proceso sencillo que transcurre desde cierta temerosa sutileza en las fases iniciales de cada lenguaje narrativo hasta la sobreexposición naturalista del fenómeno en sus estadios más tardíos.

Los fantasmas victorianos eran entes tímidos y distantes. Que acechaban más o menos, que asustaban o no, pero que, en todo caso, se cuidaban mucho de sobreexponerse. El ectoplasma, cuyo carácter sólido, líquido o gaseoso está por determinar, es una hallazgo realmente útil como elemento de interactuación entre los vivos y los no vivos.

En Otra vuelta de tuerca Henry James sugirió todo lo que podía llegar a sugerirse con toda la frialdad y la distancia posibles. Los fantasmas estaban sin estar y el terror emergía solo si el receptor se mostraba dispuesto a orientar las delicadas sugerencias de James por la línea más perversa. Con muy poca imaginación, es posible leer Otra vuelta de tuerca como un relato casi costumbrista de unos niños desatendidos que se aburren.

El largo camino que desemboca en propuestas terminales como la popular Orgullo y prejuicio y zombies está pavimentado con manifestaciones en las que la progresiva mejora del estatus de visibilidad de los no vivos viene acompañada por una pérdida correlativa de agudeza y capacidad de sugerencia.

Creo que el momento literario que aglutina una mayor concentración de inteligencia, originalidad y sutileza en el tratamiento de los no vivos y sus circunstancias lo podemos encontrar en Ubik, la novela de 1969 de Philip K. Dick, una de las cimas de la ciencia ficción libre de la contaminación “márvel-lucas”. Lejos tanto de la banalidad de los pertinaces salvadores de América como de la pirotecnia de la galaxia, Dick alumbra a los llamados “semivivos” y los dota de profundidad, complejidad y contrastes.

El paradigma de transición del que vengo hablando, el proceso evolutivo que conduce del susurro al alarido, es aún más transparente en el lenguaje cinematográfico. Los fantasmas victorianos solían trasladarse a la pantalla con una simpática morfología traslúcida sin rastro de deterioro ultraterrenal. A veces solo eran ruido, movimiento de sillas, ráfagas de aliento espectral que con la mayor urbanidad agitaban las cortinas del dormitorio de la víctima…

En 1943 Jacques Tourneur despojó a los no vivos de alguno de sus velos en la impactante Yo anduve con un zombie, pero fue George A. Romero quien, definitivamente, se encargó de reglamentar el canon estético, gestual y teleológico que habría de acompañarnos en las siguientes décadas en lo que respecta a la identidad sociocultural del muerto viviente. En efecto, las más vigorosas y saludables películas de zombis de los últimos cuarenta años son variaciones con repetición del imaginario de Romero, recreaciones más o menos encubiertas que aceptan su metodología y sus soluciones visuales de la A a la Z. Entre las más recientes, les recomiendo un par de ejemplos no demasiado conocidos, óptimos para superar la monotonía de la muy cansina The Walking Dead:

The Battery (Jeremy Gardner, 2012) es una estupenda aproximación al fenómeno zombi con un curioso enfoque nórdico-existencialista. La película, francamente divertida, parece en ocasiones una relectura del movimiento Dogma desde una perspectiva gore, o aún más gore.

Adam Wingard, el chico de moda en el género de terror (si aún no han visto You’re Next corran a hacerlo) es el patrocinador principal de esas dos interesantes colecciones de historias gore recopiladas en V/H/S y V/H/S2. Uno de los segmentos de la segunda, el titulado A Ride In The Park, ofrece un planteamiento original y siniestro de la actividad cotidiana de un zombi de nuestros días, rodada en este caso desde la cámara subjetiva que el zombi llevaba instalada en su casco de ciclista antes de experimentar su nada sutil metamorfosis.


En la política española de los tiempos más recientes los estándares de visibilidad de los no vivos se ajustan en buena medida a esa transición evolutiva que aceptamos en novelas y películas. Antes, el político no vivo tendía a desaparecer, se le presumía errabundo por alguna dimensión desconocida y se le consentía algún advenimiento esporádico para asustar amablemente al electorado. Más adelante, algún no vivo ilustre adoptó las nuevas tecnologías como vehículo de comunicación ultraterrena, esa pantalla de plasma que entronca con modelos consolidados como Poltergeist o Paranormal Activity. En los últimos días estamos alcanzando el estadio final: algún político apartado del mundo de los vivos por los resultados de las recientes elecciones locales se entrega a la más descarnada sobreexposición mediática en lo que podría ser una secuela bizarra de la mejor película de muertos vivientes de la historia del cine español, No profanar el sueño de los muertos (Jorge Grau, 1974).

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